Aquella tarde, al volver del mercado con la cesta de la compra, la vecina del entresuelo halló en su buzón la disculpa de un antiguo pretendiente por no haber acudido a la cita que habían acordado mucho tiempo atrás, escrita a mano en una nota que acabó finalmente en el cubo de la basura, desmenuzada junto a varias facturas domésticas y folletos de publicidad, tras pasar unos días en la repisa del recibidor, donde la anciana señora la leyó al fin sin enterarse de nada por culpa de las cataratas, y por lo tanto sin experimentar emoción alguna después de tantos años en los que, de vez en cuando, se acordaba de aquel novio que la dejó plantada una vez, y reía y lloraba con cierta frecuencia sin saber exactamente por qué, o alternaba largos períodos de indiferencia o resignación ante los avatares que (pensaba ella) acudían prestos sin que nadie los llamara, como las olas en la playa, a la que bajaba a menudo a consolarse para intentar olvidar la tremenda decepción que la quemaba por dentro, y casi la volvía loca, cuando se convenció de que nunca volvería a verlo y no se lo podía creer, mientras esperaba como una tonta, de pie en la parada del autobús, con su ropa en una pequeña maleta y su corazón desbocado, aquella tarde en la que habían quedado los dos en irse a vivir muy lejos.
Pedro Herrero (del libro Los días hábiles)
miércoles, 2 de noviembre de 2016
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