Salir de la ciudad es imposible, porque nunca termina. En todo caso, va cambiando de apariencia a medida que nos alejamos de su centro, situado en cualquier parte: los rascacielos se transforman inadvertidamente en pequeños bloques de pisos, los bloques en casas, luego las casas se dispersan y surgen los polígonos que a su vez se van convirtiendo en campo muy despacio. Pero ese campo, donde ya no quedan árboles, es un campo irreconocible, ficticio, breve como el porvenir de un moribundo, sembrado de casas dispersas que se van agrupando en urbanizaciones que a su vez se transforman en pequeños bloques de pisos que se convierten de súbito en rascacielos, y ya no sabemos si estamos en otra ciudad o en la misma. A cualquier hora del día, todos sus habitantes caminan sin descanso en múltiples direcciones, impulsados tal vez por la fuerza con que el metro los escupe al exterior. Todos salvo los tullidos, que se arrojan en mitad de la acera y exhiben sus deformidades para promover en vano la piedad de los transeúntes. Nadie sale a la calle sin reloj. Nadie se detiene a recoger del suelo a un hombre que tiene los ojos cerrados. Nadie se conoce. Uno puede cruzarse a lo largo del día con cien mil rostros ajenos, fugaces rostros encerrados en sí mismos, como si estuvieran escritos en un idioma que nadie comprende o trazados con una caligrafía indescifrable. A partir de cierta hora, los cajeros automáticos son hoteles de mendigos, refugios de la desdicha, lugares donde habitan familias enteras. A partir de cierta hora, se oculta un ávido cuchillo en cada esquina, y detrás de cada puerta estalla un puñetazo que rompe en mil pedazos el futuro de quienes nunca existieron. Ajena a cuanto sucede, la televisión ilumina las noches de esta ciudad desquiciada, arrojando a través de las ventanas una explosión de claridad intermitente que facilita el camino a las cucarachas mientras el camión de la basura hace su ronda. Una ronda que nunca concluye, porque la ciudad es infinita.
Imagen: George Grosz (Metrópolis)
5 comentarios:
Suena a cuento borgiano, pero es real. Eso es lo que asemeja a casi todas las ciudades: su infinutud.
Quizá todas las ciudades sean en realidad la misma.
Magnífica descripción. Vale para muchas ciudades, pero, no sé por qué, me ha recordado a Madrid en estas fechas.
Gracias por tu visita, y enhorabuena por el galardón.
Volveré por aquí.
Saludos.
P.D. La población que aparece en la cabecera de la bitácora es Peñíscola, en la provincia de Castellón.
Gracias, Juanjo. Me alegra que te agrade. Y no es casual que te recuerde a Madrid. Es una de las ciudades más presentes en mi biografía, junto con Málaga.
Regresa cuando gustes. Siempre serás bienvenido a este refugio ficticio.
Creo que habitamos la misma ciudad, Herman. Al menos he reconocido la mía en la tuya. De todas formas, cualquier gran ciudad es como la que describes.
¿Has leído Las ciudades invisibles?
Besos orgiásticos.
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