Diez años después, con la pasión algo
maltrecha, aún mantenían su pacto a rajatabla.
-¿Sabes, cariño? –dijo él abriendo un
yogur caducado- Hoy apenas te deseo. Pero no te preocupes, ya me ha pasado
otras veces y no es grave. Aunque podría ayudarme que te depilaras con más
frecuencia. Sobre todo las cerdas del bigote, tan hostiles. Y que perdieras
veinte o treinta kilos. Pareces un mamut.
-Lo siento, querido –dijo ella removiendo
con desgana su café- pero no tendré en cuenta tus indicaciones. Como sabes,
nunca has sido una persona demasiado inteligente. Admítelo: no eres
oligofrénico de milagro. Y tienes una voz repulsiva. De hecho, si no fuera por
mi extraña fijación hacia el matrimonio, te habría abandonado hace siglos.
Cualquier desconocido me atrae más que tú.
Pronto comprendieron que su relación
naufragaba y buscaron ayuda. Una amiga de Casilda les recomendó un psicólogo
experto en parejas quebradizas, al que acudieron de inmediato. El psicólogo fue
tajante: «La relación peligra por un exceso de sinceridad. Les aconsejo silencio.
Ni por asomo se digan todo lo que piensan. Acostúmbrense a hablar poco e
intercambiar únicamente frases cordiales. En caso de necesidad, tendrán que
desahogarse por escrito a espaldas del cónyuge. Secretamente, digamos. Aquí
tienen dos cuadernos, donde podrán anotar sin peligro aquello que omitan en sus
diálogos de pareja. Les deseo mucha suerte». Antes de irse, Lupercio y Casilda
cogieron con aprensión sus respectivos cuadernos mientras el psicólogo
acariciaba un pingüino disecado que tenía sobre la mesa.
Durante meses, siguieron con rigor la
terapia. Y la comunicación entre ambos se volvió más afable. Aunque también más
escueta. A lo sumo, dos o tres frases raquíticas frente al televisor alguna
noche. El resto del tiempo lo dedicaban a anotar minuciosamente en sus
cuadernos lo que no se decían. Pero los cuadernos comenzaron a multiplicarse
con ímpetu exponencial, ocupando habitaciones enteras (el desván, el estudio,
la cocina, el salón). Hasta que al final no quedó espacio para Lupercio y
Casilda.
Imagen: Edward Hopper (Room in New York)
Imagen: Edward Hopper (Room in New York)
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