martes, 16 de diciembre de 2014

El pacto

A los diez minutos de conocerse, obnubilados por la pasión, Lupercio y Casilda hicieron un pacto de mutua sinceridad. «Nos lo diremos siempre todo. También lo malo. Porque callar es peligroso. No dejemos nunca que el silencio nos separe.» Eso dijo Casilda durante la vorágine del beso inicial. «Tienes mi palabra», respondió Lupercio febrilmente, convencido de que aquella era la mejor opción posible. Acto seguido, se fundieron en un abrazo asfixiante.

Diez años después, con la pasión algo maltrecha, aún mantenían su pacto a rajatabla.
-¿Sabes, cariño? –dijo él abriendo un yogur caducado- Hoy apenas te deseo. Pero no te preocupes, ya me ha pasado otras veces y no es grave. Aunque podría ayudarme que te depilaras con más frecuencia. Sobre todo las cerdas del bigote, tan hostiles. Y que perdieras veinte o treinta kilos. Pareces un mamut.  
-Lo siento, querido –dijo ella removiendo con desgana su café- pero no tendré en cuenta tus indicaciones. Como sabes, nunca has sido una persona demasiado inteligente. Admítelo: no eres oligofrénico de milagro. Y tienes una voz repulsiva. De hecho, si no fuera por mi extraña fijación hacia el matrimonio, te habría abandonado hace siglos. Cualquier desconocido me atrae más que tú.

Pronto comprendieron que su relación naufragaba y buscaron ayuda. Una amiga de Casilda les recomendó un psicólogo experto en parejas quebradizas, al que acudieron de inmediato. El psicólogo fue tajante: «La relación peligra por un exceso de sinceridad. Les aconsejo silencio. Ni por asomo se digan todo lo que piensan. Acostúmbrense a hablar poco e intercambiar únicamente frases cordiales. En caso de necesidad, tendrán que desahogarse por escrito a espaldas del cónyuge. Secretamente, digamos. Aquí tienen dos cuadernos, donde podrán anotar sin peligro aquello que omitan en sus diálogos de pareja. Les deseo mucha suerte». Antes de irse, Lupercio y Casilda cogieron con aprensión sus respectivos cuadernos mientras el psicólogo acariciaba un pingüino disecado que tenía sobre la mesa.

Durante meses, siguieron con rigor la terapia. Y la comunicación entre ambos se volvió más afable. Aunque también más escueta. A lo sumo, dos o tres frases raquíticas frente al televisor alguna noche. El resto del tiempo lo dedicaban a anotar minuciosamente en sus cuadernos lo que no se decían. Pero los cuadernos comenzaron a multiplicarse con ímpetu exponencial, ocupando habitaciones enteras (el desván, el estudio, la cocina, el salón). Hasta que al final no quedó espacio para Lupercio y Casilda.

Imagen: Edward Hopper (Room in New York)

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