martes, 26 de enero de 2016

El regalo

No vio nada extraño en aquel regalo. Un muñeco de madera, bien acicalado, que había pertenecido durante mucho tiempo a un ventrílocuo. Sí era algo singular, pero la singularidad venía por lo poco común del ofrecimiento. No supo dónde colocarlo, no veía claro el lugar que ocuparía aquel muñeco que tenía una sonrisa especial, una mirada perdida. Optó por el salón, sobre una silla de madera, pegada a la ventana. Apenas nadie se apercibiría de él, ni le molestaría esa presencia.
La primera noche durmió como un tronco, el día había sido de lo más intenso: regalos, buenos deseos, la copa, la comida, los besos, la mirada de Raquel, explícita por momentos y siempre, a un tiempo, comedida. Demasiadas emociones.
Por la mañana, tras ducharse y dirigirse a la cocina le pareció, de reojo, que el muñeco no estaba en la silla, pero al momento pensó que seguro que no había mirado bien, que eso no era posible. Tomaba el café, y la tostada, cuando, más por inercia que por otra cosa, se asomó de nuevo al salón, y efectivamente, el muñeco no seguía donde lo dejó la noche anterior. Un ligero calor le sofocó el rostro, luego reaccionó, y lo buscó con cierta cautela. Apareció en el dormitorio de invitados, tumbado sobre la cama, con los ojos cerrados. El café se le atragantó y comenzó a toser con fuerza. Cuando cesó, el muñeco tenía los ojos abiertos. ¿Pero, qué está pasando?, se dijo. Comenzó a dudar de todo lo que ayer, a última hora, había hecho. Habré puesto el muñeco en esta cama, será el cansancio, las copas, qué sé yo. No quiso darle más importancia.
Juraría que le he visto los ojos cerrados, pensó, tratando de buscar alguna explicación, mientras salía del dormitorio.
No quiso darle más importancia, se arregló y, antes de salir de casa, volvió a colocar el muñeco sobre la silla. Esta vez se aseguró de ello. Incluso le echó una foto con el móvil.
Pasó todo el día fuera, y hasta logró olvidarse del incidente. En el ascensor trató de reírse, de no darle vueltas a algo que igual no había sucedido. Sólo al meter la llave en la cerradura del portal, se puso un poco nervioso. Cuando entró por la puerta de casa, no quiso ni mirar a la silla del fondo del salón. Dejó las llaves sobre la mesa y se fue a la cocina, a prepararse una infusión. Sonó el teléfono, rompió un poco la tensión, y lo descolgó. Mientras charlaba de un lado a otro vio que el muñeco ya no estaba en la silla. Sin dejar el teléfono avanzó por el pasillo y descubrió una pintada en rojo en la pared:
Tenemos que hablar.
El teléfono se le cayó de la mano e impactó contra el suelo, apagándose al instante. Más allá creyó ver otra pintada. Se acercó con sigilo:
Así no podemos seguir. 
El temblor le subió desde el estómago hacia los brazos, y tuvo que hacer un esfuerzo por contenerse. Avanzó hasta la habitación del fondo, la de invitados. El cosquilleo se atrincheró en las piernas y le costaba avanzar. Se armó de valor. En la puerta había pintado un círculo rojo. Tocó el pomo y lo giró despacio, muy despacio, entonces recordó que esa puerta chirriaba... al entrar vio la habitación vacía. Dos pasos al frente. En la cama nadie. Y sintió una mano pequeña, posándose en su hombro, mientras la otra le penetraba, como un cuenco de madera por el pecho, en busca de un corazón nuevo, caliente.

Antonio Luis Ginés (del libro Teoría de lo imperfecto)

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